lunes, 29 de agosto de 2016

Nada más.

Esa primera vez que eres consciente de que posees un hogar propio, solo para ti.
Y nadie más, que tu no quieras.
Y que miedo.
Que miedo de y por todo.
Lo habitas, lo llenas de tesoros, de fotos quemadas,
de recuerdos y regalos,
de olores asociados a personas,
y personas con olor propio.
Le atribuyes a la soledad las mismas propiedades que a las sábanas de tu cama.
Y entonces, como en un eclipse
colisionais, ella y tu.
Y creyendo que es ella, le dejas entrar.
Y te moja las sábanas,
y la pierdes en un laberinto de gemidos.
Le permites tu boca, tu cuello, tus abrazos.
Y, comienzas a abrir cajones y a sacar cosas, secretos, daños.
Y temblando, y fingiendo que todo está bien
te desnudas, de dentro hacia afuera.
Se hace con un sitio propio, ahí, en tu almohada,
justo donde solían estar tus miedos.
Ya tiene la mitad de tu armario hecho suyo,
más de tres cuartas partes de eso a lo que llaman coraza,
y tu, corazón.
Te lo dije corazón, no era la hora;
ni ella la ola que te devolvería al mar.

Y vuelves por primera vez a visitarte por dentro desde que se fue
de golpe, sin dejar nada,
ni siquiera por equivocación.
Solo corridas sin sentido y cortes,
muchos cortes.
Y que vacío todo.
Y que sin sentido de los huecos de tu cuerpo sin tener nada con lo que encajar.
Mirarte al espejo y no ver ninguno de los arañazos que te escuecen por dentro.
Ese poder de cambiarlo todo y de romperte el alma que le diste.
Esa manía tuya de hacer del corazón tu mejor hogar
para luego entregárselo a la primera que te sonríe con los ojos
y 'que haga con él lo que le de la gana'.
Que manía con joder hogares.
Y personas.
Que manía con jugar con los corazones como si fueran globos.
Y así pasó.
Con frío, en plena intemperie.
Y todo en ruinas.
Un eclipse, nada más.



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